Los “¡Buenos días!” que nadie respondió
Sonalys Borregales Blanco | 5 de enero de 2023
Una mañana, caminando muy temprano, vi a una hermosa joven, con sus labios rojos, el cabello recogido y muy bien peinado, con su uniforme de policía impecable y una sonrisa agradable. “¡Buenos días!”, le dije casi automáticamente, como si no hubiera otra opción que recibir de ella otro amable “¡Buenos días!”. Para mi sorpresa, ella ni se movió. En sus labios no hubo ni la más mínima señal de respuesta.
Hace algunos meses me encontré con el vecino del frente, iba saliendo de su apartamento, mientras yo entraba al mío. De nuevo, salió de mí un “¡Buenos días!”, pero no pasó nada. Él cerró la puerta con paciencia y comenzó su camino hacia el ascensor. Yo me quedé parada frente a la puerta, con rabia y desconcierto, pensando: ¿Por qué carajos no respondió?
Anécdotas como las dos anteriores son comunes aquí. Los “¡Buenos días!” muchas veces se quedan en el aire. ¿Y eso qué puede tener de especial o de asombroso?, se preguntarán. Para entenderlo les voy a contar otras dos anécdotas de mi país.
Una mañana estaba sentada en el autobús, esperando que llegaran más pasajeros para que el chofer comenzara el recorrido. De repente se subió una señora y con una ligera sonrisa en los labios lanzó un poderoso “¡Buenos días!”. Inmediatamente hubo una ola de respuestas que avanzó desde los asientos delanteros hasta los últimos.
Otra mañana viajaba en el metro camino hacia el trabajo. Las puertas ya se cerraban y, para poder entrar, un señor apuró su andar tanto como pudo, dio un paso alargado desde el borde del andén hasta el interior del vagón y encogió su cuerpo para no quedar atrapado. Estaba agitado, así que se agarró de unos de los tubos del interior del tren y dijo, como liberándose de su cansancio: “¡Buenos día!¡”. Por supuesto, muchos respondimos, unos más tímidos que otros, pero su saludo no quedó sin respuesta.
Con una amiga siempre hablábamos de la importancia de los saludos: es un reconocimiento del otro, le decía yo. Y ella aseguraba que no tener respuesta a un saludo era una de las cosas que más la molestaba en la vida.
En mi país saludaba sin temor ni discreción. No importaba la cantidad de veces, si conocía o no a la persona, si era un sitio público o privado, si ya había estado antes ahí o no. Parecía que saludar fuera un deporte nacional.
Poco después de migrar pensaba que era ofensivo no saludar, que era de mala educación y un gesto de desprecio que no podía aceptar sin que la cólera se apoderara de mí (porque sí, soy malgeniada). Ahora, pasado ya varios meses, suelo dudar, no sé si está bien o no saludar a alguien que está parado en una acera o al vecino que me crucé saliendo de su casa o en el ascensor. Ya no saludo al subir a un autobús o cuando llego al banco y veo a varias personas esperando ser atendidas.
A veces pienso que la gente desconfía, siente miedo, está pensando en otras cosas y, por eso, sin maldad alguna, los “¡Buenos días!” se quedan en el aire. También he pensado que cuando uno se va de su lugar comienza a inventarse nostalgias, que tal vez lo que yo recuerdo sobre los saludos en mi país es producto de mi mala memoria, del paso de los años, de lo que yo quiero pensar que era y no de lo que realmente era.
Creo que, aquí, donde ahora vivo, seguiré intentando, de vez en cuando, saludar a quien parezca dispuesto a responder. Será una especie de juego de lotería: no siempre tendré la fortuna de conseguir un saludo amable, pero cuando pase lo disfrutaré.
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Fotografía de Pixabay