“Bueno es el cilantro, pero no tanto”: Mi opinión sobre la situación en Venezuela

8 de agosto de 2024

¡Hubo elecciones en Venezuela! Y lo peor: ¡Ganó Maduro! Inmediatamente, todos queremos saber lo que está pasando; si hubo fraude, si hay protestas, cuánta gente muerta va y, de paso, pretendemos descifrar el futuro.

Hace casi cuatro años salí de mi país por una trocha; cargaba una pesada maleta; iba con hambre, depresión, ansiedad y todos los miedos brotándome por los ojos. En ese momento, yo conocía relativamente bien las dinámicas de la vida en Caracas: que el metro no funciona hoy, que me pagaron 13$ en la quincena, que la bolsa de comida llegó, pero el bono está retrasado, que no tengo para pagar la habitación a la señora Nubia, que no me alcanzó para comprar las medicinas de papi y que, si compro champú, no me alcanza para el desodorante.

Hoy no estoy segura de nada sobre lo que pasa en mi país y me parece una irresponsabilidad mayúscula afirmar o negar algo de manera tajante. Porque:

1) el escenario es complejo, lo malo que pasa no tiene una sola causa y lo bueno también existe, aunque muchos no lo crean;

2) nada de lo que diga va a complacer a quienes son de Venezuela y al resto que ha salido en su defensa: si dices que hace calor, algunos dirán que es culpa de Maduro y otros asegurarán que es culpa del bloqueo;

3) son muy pocas las personas dispuestas a hablar del país sin que las pasiones las gobiernen. No podemos conversar sobre lo que pasa sin “herir susceptibilidades”. A estas alturas, la empatía ofende, el chiste lastima y hasta las expresiones de solidaridad parecen inoportunas;

4) tampoco tengo mucho interés en descifrar la “verdad verdadera”. Parte de mi condición migrante me lleva a dejar de hacerle seguimiento exhaustivo y detallado a lo que ocurre o deja de ocurrir allá. Buscar la paz, en mi caso, pasa por librarme de la polarización que nos arropa. Y, no voy a mentir, la paz no la he encontrado; lo que sí ha crecido en mí es el pesimismo, porque la doble moral de la humanidad ha superado ya mis límites.

“Bueno es el cilantro, pero no tanto”. A mí no me vengan con cinismo, que no les creo cuando me dicen que todas las vidas importan y son iguales, cuando no los he visto defender a los hambrientos en Darfur, ni a los “desechables” en Colombia con la misma fuerza que lo hacen con los venezolanos. Exagerar es parte de nuestro problema, no somos el centro del mundo. 

Pongamos los pies sobre la Tierra, veamos más allá de nuestro ombligo, dejémonos de dramatismos fuera de lugar: el mundo este que habitamos ha sido, es y será un espacio hostil, gracias a nosotros los humanos; porque las cualidades de solidaridad, benevolencia o sensibilidad al sufrimiento ajeno que se le atribuían a esta especie han caído en desuso.

Más de una vez he tenido que enfrentarme a la carta del egoísmo; me dicen: a mí no me importa si los demás están mal, a mí me importa estar bien yo. Por supuesto, todos queremos estar bien, que nuestros familiares y la gente que conocemos, también, lo estén; pero no creo que el camino para alcanzar ese bienestar pase por ignorar a los más vulnerables.

Insisten en que hable sobre lo que pasa en Venezuela. Mi opinión es que estamos entre la espada y la pared porque todo lo miramos desde los extremos, sin puntos medios. Nos vemos en la obligación de elegir entre la extrema derecha que promete privatizar todo, llamar al Fondo Monetario Internacional y abrir una embajada en Israel, en Jerusalén; y una extrema izquierda corrupta, incompetente y que desconoce la frustración y el dolor de gran parte de la sociedad, en especial de los jóvenes y migrantes.

¿Con qué cara puedo yo juzgar a mi padre que vivió la época cruel de los gobiernos de derecha y que se niega a volver a ella? ¿Cómo puedo cuestionar a mi hermano que solo ha vivido la época de los gobiernos de izquierda y que se siente desesperanzado ante la falta de oportunidades?

Entonces, ¿qué hacemos? Se me ocurre que podemos mirar a nuestro alrededor para vernos y reconocernos; para liberarnos de ese entrampamiento en el que estamos; para que entendamos que la solución no está en un extremo u otro. Dejemos de asumir que el enemigo es mi primo “el chavista”, o mi vecino “el escuálido”.

Una vez hayamos bajado las lanzas y nos reconciliemos como sociedad, imagino que podríamos desistir de la idea de que será María Corina la “heroína salvadora” o Maduro el “protector del pueblo”. Quizás, podamos elegir un gobierno que nos obligue a recuperar la humanidad y un sentido más amplio del pensamiento.

Advertencia: el último párrafo está escrito con el esfuerzo más grande de ingenuidad, porque hoy ya no creo que seamos capaces de eso. Maduro no va a renunciar a su prepotencia y María Corina tampoco dejará de promover el odio. ¿Podríamos, el resto, renunciar a la confrontación y dejar de imponer posturas como si ellas estuvieran escritas en piedra por los dioses? Hago aquí también un ejercicio de humildad, porque yo alguna vez estuve en uno de esos extremos.